‘Filosofía para la felicidad’

No siempre el título de un libro puede darte el título de una columna, pero en este caso cuadra a la perfección. Para muchos Epicuro de Samos –ateniense de origen y que vivió mucho tiempo en Atenas– ha pasado como el filósofo por excelencia maldito en la edad helenística. Cicerón llegó a hablar de los «cerdos de la piara de Epicuro» y sea porque se había creado una leyenda errónea, sea porque los seguidores de Epicuro vivían en pequeñas comunidades apartadas (así debió ser el famoso Jardín ateniense) algunos pensaron que los epicúreos eran salvajemente hedonistas y que vivían entregados a los placeres del vientre y del sexo. Por eso el cristianismo persiguió tanto la obra de Epicuro, que sólo nos han llegado unas cartas y fragmentos dispersos, parte de los cuales puede ahora leer el lector en la traducción de Carlos García Gual.

Epicuro no creía en la metafísica y desdeñaba la muerte, pensaba que la labor fundamental de la filosofía es hacer que el hombre viva feliz, pero piensa en una vida frugal y retirada, ajena a los negocios del mundo y, ello sí, suele emplear la palabra «placer» (para otros con otras connotaciones) como antónima de «dolor». Pero sus consejos son moderados, prudentes y deístas, pues cree que los dioses existen y son magníficos, pero en su beatitud nada se ocupan de los hombres. Por eso le dice a su discípulo Meneceo: «Nada temible hay en el vivir para quien ha comprendido realmente que nada temible hay en el no vivir».

Este útil y bien cuadrado librito, Filosofía para la felicidad, con textos de García Gual, Emilio Lledó (acaso el más hondo) y el francés Pierre Hadot –todos ellos ocupados en la obra del filósofo del Jardín– y editado por Errata Naturae, se convierte con los pocos textos del maestro en una vindicación de Epicuro. ¿Qué de malo hay en buscar sosegadamente el bienestar y la dicha? Epicuro sabía que ello sólo se alcanza con ausencia de temor, y que la amistad leal y el apartamiento ayudan, por eso dice uno de sus fragmentos casi délficos: «Vive oculto».

Como bien dice Lledó, la filosofía de Epicuro es una filosofía «del más acá», de nosotros mismos, y por tanto bien lejos de Platón o de Plotino. A Epicuro le gustaba el placer, pero eso era el bienestar y el razonar sobre la vida. Quería combatir el dolor y el temor a la muerte y a él se debe ese celebrado dicho de no «tener más» sino «ser más». Anhelante de la felicidad en la tierra, gozando con moderación, ¿qué hubo en este hombre (murió en Atenas en el 271 a. C.) para que, desde antiguo lo demonizaran?

Leyendo en la actualidad los restos de Epicuro y lo que de él nos hablan parece, antes bien, un hombre que entiende bien la vida. Alguien, en suma, muy cercano a nosotros. «El más grande fruto de la justicia es la serenidad del alma». Pero tiene razón Lledó cuando apuntaba: «¿Qué encerraban entre sus letras los libros de Epicuro para que muy pronto se convirtieran en una filosofía maldita?» El lector debe jugar su baza.